La maldición (Capítulo 2 de una novela sin título)


Corre la camilla al interior del hospital, su mente esta confusa, sus ojos amoratados por el dolor de su alma que destila una lagrima de nostalgia que sólo él podía percibir. El doctor le hablaba claro y fuerte, mientras el tiempo parecía alentarse y las imágenes turbaban sus deseos de morir, ¿era acaso qué él quería morir?, ¿era acaso qué no le quedaba ningún motivo pendiente para pedirle al instinto que le de un poco más de fuerza para resistir?.

-¿Éste es mi ultimo momento? -sesgó en su alma mientras el doctor supervisaba el pulso cada vez más superfluo.

-¿Ésta es mi ultima pregunta?

El doctor le grita a la enfermera

-¡un poco de reanimante que se nos va…!

Un silencio de siglos pareció darle cordura… cordura el voluble pensamiento…

-Dejé los periódicos en el camellón, dejé el dinero en el bolsillo, si salgo de esta me mataran estoy seguro, si sobrevivo a esta minuta de mis circunstancias quizás será mejor que aquí quede mi mejor pensamiento en este mundo de silencio que desconozco.

Mientras en la realidad el balbuceaba:

-¿y los periódicos?

El doctor dibujaba una sonrisa con su mandíbula tan tiesa que nunca sonríe;

–hoy no daremos malas noticias -articuló el doctor.

-Léame las características enfermera –proliferó el doctor tratando de hacer algo con el paciente.

-Hombre caucásico de 18 años, con domicilio en la calle Alameda norte numero 20, colonia Los paraísos, fracturas múltiples en ambas piernas, quemaduras de segundo grado en los brazos y tórax, rodillas fragmentadas y mucha perdida de sangre, el tipo de sangre es RH negativa.

-Bien -Asevero el hombre con mucha seguridad en sus intenciones.

-Vamos a llevarlo a quirófano para comenzar a operar las heridas internas y ver que podemos hacer con los huesos rotos, por lo pronto voceé al anestesiólogo que se le necesita en la sala de urgencias.

Resistir aquellos instantes eran como el cuento interno de una fabula, hasta donde recuerdo; yo sólo estaba agarrado de los brazos de mamá que esperaba inquieta en la sala de espera. Los segundos eran tan lentos como pensamientos atascados en la melancolía de alguna herida pasada, tan pesados he intensos que respirar costaba hasta los huesos, hasta que el resplandor del furor del instante que ni siquiera intentaba morir, sino al contrario se resistía con todas sus fuerzas a permanecer inmóvil; a permanecer eterno.

Aquel día era un 13 de octubre, el cumpleaños de mi hermano. Pero nada de aquella hora, de aquel día parecía favorecerle o agradecerle el favor de existir.

En la sala de espera un tono fúnebre acompañaba el aire y el tic-tac del reloj en la pared pasajera que nos dividía a las portezuelas de entradas al resto del hospital, hacían la espera una especie de muerte en vida. La decadencia de los colores blancos con verde que destelaban del tragaluz a unos pasos de nosotros que desfiguraban la entrada, coincidían con las lagrimas tuertas que mi mamá sollozaba de vez en vez que algún pensamiento de nostalgia le atacaba a su mente.

Ese día recuerdo claramente, cuando al inicio del alba aun antes de que el sol tuviera la intención de aparecer en algún pedazo del cielo, mi hermano se vestía seguro y latente mientras despejaba sus últimos pensamientos:

-No queda mucho en la alacena, y mañana será día muerto, así que será mejor si trabajo hoy y no mañana, quien sabe que necesidad pasaremos, aunque la verdad no quisiera, la verdad es que anhelo…

-Fernando, Fernando…

-¿ya estas de pie? -El grito silencioso de mi madre en algún rincón de la cocina resonaba en el cuarto que compartíamos cuatro, yo quizás el más insignificante de todos, pero que a esas horas mi curiosidad ya estaba en pie.

Mientras el seguía pensando:

-Debo hacer mi mejor esfuerzo, aunque que daría por comer pastel, como hace muchos años…

-¡Fernando…! ¡contéstame hijo! -la voz insistente de mi madre que ahora era un grito atónito que retumbaba en nuestra pequeña casa a lo que mi hermano trato de acallar con un:

-ya voy…

Yo no hice el más mínimo esfuerzo para levantarme, dar señal de vida a esas horas era de seguro adquirir una tarea de esas que un niño como yo odiaría. Siempre admiré a mi hermano, era como descubrir los pasajes de una cueva escondida en tierras lejanas a través de su sonrisa y sus ganas de vivir, él; de todos, era mi favorito y yo el suyo, siempre reíamos y para todos mis cumpleaños se las ingeniaba para hacerme feliz, y aquel día, aun no sé por qué me quedé pegado a la cama, cuando aun se cambiaba.

Algunos minutos después se oía la discusión desde la cocina, pero ahora mi padre al que siempre llamé José y que por cuestión de costumbre llamaré así; se había colado a la platica.

-Hoy no es un buen día para salir hijo –José que argumentaba más como sugerencia.

-No quiero que nos falte nada, recuerda que mañana es día muerto y tengo que aprovechar la venta de hoy –firme en su propuesta; mi hermano que estaba seguro de salir a vender algunas revistas y periódicos.

-Salir hoy no es buena suerte –impuso mi madre.

Un silencio incomodo lleno la casa, como si aquellas palabras tuvieran sentido, pero parecieran tan remotas, tan lejanas, tan absurdas como para escucharlas.

De todos modos iré –y ese brillo en los ojos que Fernando tenia, esa mirada que nada ni nadie podía persuadir se dibujó en su semblante, desafiando la superstición de mis padres, desafiando la maldición que se cumplió.